Colaboración de Lectores 91

El ladrón de muletas

Este texto nos lo acercó un amigo lector, Juan Marcos Chaves, otro más de su autoría, a modo de colaboración.

El escenario fue el barrio residencial de una pujante ciudad. Sus habitantes, todos económicamente muy bien acomodados. El principal protagonista, Mauricio, un niño de 11 años que como consecuencia de una enfermedad, había contraído parálisis a los 3 años de edad. Desde entonces su movilidad se apoyaba en un par de muletas.
El segundo personaje, su mamá, Etelvina, siempre atenta a las necesidades de su hijo.
Fue una tarde de otoño. Mauricio, como habitualmente lo hacía, estaba recostado en la baranda del balcón, mirando hacia el vecindario. Esta vez su atención estaba centrada en un hombre que se iba acercando lentamente, golpeando de puerta en puerta. Sentía curiosidad por saber qué ofrecía o qué preguntaba. Cuando llegó a su casa, Mauricio, desplazándose con sus muletas, ya había llegado a la puerta de entrada. Abrió la puerta y se encontró con un anciano muy pobremente vestido que ostentaba una tupida barba. Mauricio preguntó:
-¿Qué necesita, señor?
El anciano respondió:
-Tengo hambre y también sed. No he comido en todo el día, así que te voy a agradecer un pedazo de pan y un poco de agua.
Mauricio entró a su casa, fue a la heladera y preparó un suculento emparedado. Se lo entregó al anciano y volvió con una jarra de agua fresca. Como todo niño, mientras el anciano comía, lo acribilló a preguntas y el anciano le contó que había golpeado todas las puertas de su barrio sin haber conseguido que ninguno de los vecinos le diera nada. Es más, la mayoría no lo había tratado muy gentilmente.
Comenzó a oscurecer y el anciano se marchó argumentando que vivía muy lejos y comenzaba a ponerse frío.
Etelvina había observado en silencio todo lo acontecido y cuando quedó a solas con su hijo le reprochó de esta manera:
-No debes ser tan confiado, quién sabe qué tipo de persona es ese anciano y qué intenciones trae. La próxima vez no debes abrir la puerta a cualquiera.
-Está bien, mamá, pero te confieso que me pareció una buena persona que solamente tenía hambre.
Como a las 10 de la noche las luces del barrio iluminaban sus calles desiertas. Un presentimiento, quizás, llevó a Mauricio a mirar por el balcón. De pronto, su corazón se agitó. En la vereda de enfrente, acurrucado en el tronco de un árbol, el anciano. Quedó por un instante mirando fijamente y para colmar su inquietud el anciano levantó su mano y lo saludó. No lo pensó dos veces. Bajó, abrió la puerta y llamó al anciano. Cuando este llegó a su puerta, Mauricio lo interrogó por qué estaba allí y no se había marchado todavía. El anciano respondió que estaba muy cansado y que sus piernas ya no le respondían.
Otra vez desoyó las recomendaciones de su madre e hizo lo que su corazón de niño le dictaba.
-Mire, abuelo, yo duermo solo y hasta las 10 de la mañana mi mamá no me despierta. Entonces, pase a dormir en mi cuarto y váyase antes de esa hora.
El anciano subió y se ubicó en un sofá. Mauricio hizo todo para que el anciano se sintiera abrigado y cómodo.
-¡Mauricio, son las 10 de la mañana, hora de levantarse!
Como todas las mañanas Mauricio estiró sus manos para aferrarse a sus inseparables compañeras, las muletas, pero no tocaba nada. Sólo estaba el vacío.
Se sentó en la cama y pensó en el anciano. Miró el sofá, estaba todo ordenado, como si no hubiese dormido nadie.
Una rabia enorme invadió su pecho y en un llanto descontrolado gritó:
-¡Mamá, tenías razón! ¡El anciano no es más que un vulgar ladrón, se robó mis muletas!, mientras la madre lo miraba sin entender nada.
Mauricio ya había llegado al balcón y lo descubrió. Allá iba el anciano llevándose sus muletas, mientras tironeaba a su madre para que salieran juntos a alcanzar al anciano. Etelvina, con lágrimas en los ojos le dijo:
-Hijo, deja que se las lleve, tus piernas ya no necesitan ayuda. ¡Has caminado sin ayuda de las muletas!

Colaboración: Juan Marcos Chaves
Balcarce 3.221 - Tucumán