Un ciclo en la vida

Nadie sabe que suelo emocionarme por cosas simples. Nadie me ha visto llorar la alegría de un primer paso, de verlos dormir y orar por ellos, de bañarlos y abrazarlos con mi alma. Probablemente, cosas sencillas que pueden resultar vacuas a los ojos de cualquier apresurado que no entienda que los hijos te hacen a la vez el más fuerte y el más débil de los hombres.
Los que me conocen ya saben que soy papá de cuatro seres a los que Dios me ha encomendado cuidar en esta vida: Iván, El Bueno (16); Mauro, El Tenaz (13), Grisel, La Amorosa (11) y el pequeño Arturo.
En esta foto está Arturo Gabriel, mi hijo menor, que ya tiene 6 años. Se la tomé luego de una procesión interna, de una ceremonia que para mí tuvo un valor inenarrable y que él ni sospechó. El cierre de un ciclo, un mojón en la vida.
Pasó que estuvo jugando en casa de uno de sus amiguitos, como varios de los niños de la cuadra. Cada vez que lo hace, de día o de noche, suele volver a casa a buscar uno que otro juguete. Pero anoche jugaron a disfrazarse y él volvió por el traje de “murguero”, el mismo que tiene en la foto. Siempre le gustó, fue uno de sus preferidos. Lo complementó con un antifaz y con un sombrero tipo sheriff. Eligió el conjunto como ignorando el desatino, decidido y fresco, sin los complejos o los cuidados que la adultez impera.
Se hizo tarde para jugar afuera y antes de ir a la farmacia lo llamé. 
-Arturooo… Vamos, pasá adentro que yo ya vuelvo.
-¿A dónde vas? ¿Puedo ir? ¿Puedo ir? –me preguntó y repreguntó, como suele hacerlo, con esa voz finita y algo seseosa.
-¡Vamos! ¡Dame la mano!
Y caminamos juntos una cuadra, conversando sobre cualquier cosa. Yo presumiendo del bello hijito disfrazado que me acompañaba. Todos lo miraban y pude notar alguna sonrisa entre quienes lo avistaban. Incluso en el mismo negocio le dijeron lo lindo que estaba.
Emprendimos el regreso y unos metros antes de llegar a casa recibí el impacto.
-Papá, me voy a cambiar –soltándome la mano y antes de largarse a correr ese último tramo.
-¿Qué pasa? –le pregunté, totalmente desprevenido.
Se volvió un poquito y con voz cómplice me dijo:
-Me dio vergüencita estar disfrazado en la farmacia.
Fue como un golpe al hígado que me dejó sin aire. Me tiró encima la consciencia del momento que ocupo en el tiempo. Me di cuenta que Arturito ya me aprieta fuerte la mano y que cruza solo la calle. Que abre solo la heladera en busca de su manzana y que se sirve solo agua, cuando tiene sed.
“Me dio vergüencita estar disfrazado” fue la frase que me dejó en silencio, la llave que abrió mi mente a un montón de recuerdos recientes. Lo vi dibujar a la familia, escribirle a su mamá “te quiero mucho”; buscar como si nada sus dibujitos favoritos en Youtube, pedir su parte en la división de tareas del hogar que le encomendamos a sus hermanos y hasta recordé haberlo visto barrer. Lo vi ponerse la mejor gorra del hermano mayor, Iván -al que considera su ídolo- y posar en una “selfie” con mi celular. Recordé que hasta negoció conmigo que si aprende a leer bien yo le permita crear una cuenta en Facebook. También, que este verano hasta nos presumía de que flotaba solo en la pileta grande del club. Incluso –y esto es lo que más me sorprendió- lo vi mirando por la ventana a la nada, solo, con los ojos fijos, reflexionando…
Entré a casa embarullado de estos recuerdos, cuando Grisel, entre otras cosas, lo “demandó” al hermano benjamín.
-Ay, papá, ¿sabés qué hizo Arturito hoy?
-No, ¿qué?
-¿Viste que vino a pedirte permiso si podía perfumarse?
Y sí, la verdad es que lo recordaba perfectamente: Había entrado a la casa algo agitado, tenía los ojos grandes y me dijo que se iba a perfumar, simplemente porque le hacía mucho calor, porque estaba transpirando y porque sus amiguitas Martina y Sol ya se habían bañado…
Lo recordaba muy bien, el tono de su voz, sus manos en jarra al momento de su explicación, cuando entró a la habitación y cuando salió corriendo a seguir jugando. Por supuesto, nunca imaginé otra cosa.
-Bueno, no vino a perfumarse –prosiguió Grisel. Vino a sacar plata de sus ahorros para comprar helados y convidarles a Martina y a Sol…
No acababa de reaccionar del “me dio vergüencita estar disfrazado” y Grisel me asestaba otro golpe de consciencia. Mi hijo Arturito, el menor, ya está grande. Este año empezará primer grado y ya ningún hijo mío usará delantal de jardín. Por estas semanas estoy oyendo sus últimos seseos y este año empezará a caer la última tanda de sus dientes de leche… los últimos de todos mis hijos. . 
Desde hace tiempo ya soy papá sin ningún hijo bebé y Arturito fue transformándose, sin darme cuenta, en Arturo. Anoche, disimulando mis lágrimas, caí en cuenta de que él está cerrando un ciclo en mi vida: el de la dependencia total de un hijo por sus padres. La ley de la vida –dicen- me hará igual de feliz, ya como abuelo y de seguro con otros matices.
Por eso, hoy le pedí que se pusiera ese traje y ese sombrero. Quería tomarle las primeras fotos de “niño grande”, sintetizar para siempre el contraste del disfraz infantil con la mirada reflexiva de un "hombre" recién nacido.
Porque al fin y al cabo, según mi experiencia, Arturo ya hizo dos de las cosas que nos hacen hombres: reflexionar mirando a nada y mentir por "amor".

Gabriel Barrera
(12/02/2014)



Para los que tenemos la dicha de tener hijos, viviendo experiencias junto a ellos, ganando conciencia de nuestro rol en sus vidas, reconociéndonos en nuestras fortalezas y debilidades, así aprendemos a ser Padres.