El Centinela

Érase un viejo pequeño pueblito, presidido por un castillo aún más viejo. Tanto el pueblo como el castillo eran muy aburridos, porque raramente pasaba alguien cerca de ellos, hasta que un día llegó un mensaje del rey de la nación informando que en la corte se habían recibido noticias de que Dios en persona iba a venir a su país,
si bien aún no se sabía qué ciudades y zonas visitaría. Pero era probable, o al menos posible, que pasara por este pueblito. Por lo cual, por si acaso, el pueblo y el castillo debían prepararse para recibirle tal y como Dios se merecía.
Esto trastornó de entusiasmo a las autoridades, que mandaron reparar las calles, limpiar las fachadas, construir arcos triunfales, llenar de colgaduras los balcones. Y, sobre todo, nombraron centinela al más noble habitante de la aldea. Este centinela tendría la obligación de irse a vivir a la torre más alta del castillo y desde allí avizorar constantemente el horizonte, para dar lo antes posible la noticia de la llegada de Dios.
El centinela recibió el encargo con orgullo: jamás en su vida había hecho algo tan importante. Y se dispuso a permanecer firme en la torre.
-¿Cómo será Dios?, se preguntaba a sí mismo. ¿Y cómo vendrá? ¿Tal vez con un gran ejército? ¿Quizá con una corte de carros majestuosos? En este caso, se decía, será fácil adivinar su llegada cuando aún esté lejos.
Durante las veinticuatro horas del día y de la noche no pensaba en otra cosa y permanecía en pie y con los ojos abiertos. Pero, cuando hubieron pasado así algunos días y noches, el sueño comenzó a rendirle y pensó que tampoco pasaría nada si daba unas cabezadas.
Y pasaron los días, las semanas, y la gente del pueblo regresó a su vida diaria y comenzó a olvidarse de la venida de Dios. Hasta el propio centinela dormía ya tranquilo las noches enteras.
Siguió pasando el tiempo e incluso los años. Ya nadie en el pueblo se acordaba de aquel anuncio para nada. Incluso con el tiempo, la población fue desfilando, hacia tierras más prósperas. Se quedó solo el centinela, aún subido en su torre, esperando, aunque ya con una muy débil esperanza. Entonces el centinela comenzó a pensar: 
-¿Para qué va a venir Dios? Si este pueblo nunca tuvo interés alguno y ahora vacío, mucho menos. Y si viniera al país, ¿por qué iba a detenerse precisamente en este castillo tan insignificante?
Pero, como a él le habían dado esa orden y como esa orden le había levantado la esperanza, su decisión de permanecer era más fuerte que sus dudas. Hasta que un día se dio cuenta de que había pasado tanto tiempo que sus ojos se iban cerrando, que ya apenas veía y que la muerte estaba acercándose, por eso no pudo evitar llorar. Entonces, justo en ese momento, oyó una voz muy tierna que decía:
-Pero ¿es que no me conoces?
Entonces, el centinela, aunque no veía a nadie, estalló de alegría y dijo: 
-¡Oh, ya estás aquí! ¿Por qué me has hecho esperar tanto? Y ¿por dónde has venido que yo no te he visto?
Y con mayor dulzura, la voz respondió:
-Siempre he estado cerca de ti, a tu lado, más aún: dentro de ti. Has necesitado muchos años para darte cuenta. Pero ahora ya lo sabes. Este es mi secreto: yo estoy siempre con los que me esperan y sólo los que me esperan, pueden verme. 
Entonces el alma del centinela se llenó de alegría. Y viejo y casi muerto, como estaba, volvió a abrir los ojos y se quedó mirando, amorosamente, al horizonte.
Fuente: Internet. Autor: Desconocido