Historias para Pensar 146

La bailarina

Una joven había tomado clases de ballet durante toda su infancia y había llegado el momento en que se sentía lista para entregarse a la disciplina que la ayudaría a convertir su afición en profesión.
Deseaba llegar a ser primera bailarina y quería comprobar si poseía las dotes necesarias, de manera que cuando llegó a su ciudad una gran compañía de ballet, fue a los camarines luego de una función y hablo con el director.
-Quisiera llegar a ser una gran bailarina, le dijo, pero no sé si tengo el talento que hace falta.
-Dame una demostración, le dijo el maestro.
Transcurridos apenas 5 minutos, la interrumpió, moviendo la cabeza en señal de desaprobación.
-No, no tiene usted condiciones.
La joven llegó a su casa con el corazón desgarrado, arrojó las zapatillas de baile en un armario y no volvió a calzarlas nunca más, se casó, tuvo hijos y cuando se hicieron un poco mayores, tomó un empleo de cajera en un supermercado.
Años después asistió a una función de ballet, y a la salida se topó con el viejo director que ya era octogenario, ella le recordó la charla que habían tenido años antes, le mostró fotografías de sus hijos y le comentó de su trabajo en el supermercado, luego agregó:
-Hay algo que nunca he terminado de entender. ¿Cómo pudo Ud. saber tan rápido que yo no tenía condiciones de bailarina?
-Ahhh, apenas la miré cuando Ud. bailó delante de mi, le dije lo que siempre le digo a todas, le contestó.
-¡Pero eso es imperdonable! -exclamó ella- arruinó mi vida, pude haber llegado a ser primera bailarina!
-No lo creo -repuso el viejo maestro. Si hubieras tenido las dotes necesarias, no habrías prestado ninguna atención a lo que yo dije.

(Sin duda , si te crees perdido, estás perdido y si crees que no puedes, pues no podrás. Si quieres hacer algo pero lo crees imposible, lo más probable es que no triunfes jamás.
En la vida no solo el valiente o el veloz triunfa, tarde o temprano el que siempre vence es el que cree que es posible).
Autor: Desconocido
Fuente: Internet.

La indecisión

Lo habían agarrado en flagrante delito de robo y no existían circunstancias atenuantes que lo justificaran. A pesar de todas sus negativas no pudo evitar que la justicia lo mandara a la muerte.
Cierto, había tratado de mostrarse sereno y había logrado impresionar a sus mismos jueces. Todavía le quedaba un poco de humor y decidió jugarse hasta la última carta. Trataría al menos de ganar tiempo para vivir un rato más.
Cuando le leyeron la sentencia que lo condenaba a la horca, la escuchó con calma y concluyó la sesión preguntado si tendría la oportunidad de expresar su último deseo. Era imposible que se lo negasen. Y así fue. Se lo concedieron antes aún de averiguar de que se trataba.
-Quisiera -dijo- ser yo mismo quien elija el árbol en cuya rama tendré que ser ajusticiado.
Aunque la petición pareció a los jueces un tanto romántica para lo dramático de las circunstancias, no hubo inconvenientes en concedérsela. Le designaron un piquete de cuatro guardias para que lo acompañaran en el recorrido por el bosquecito de las afueras de aquella vieja ciudad medieval, en la que este suceso se desarrollaba conforme a las costumbres y procederes de la época.
Más de tres horas duró la caminata, que impacientó a todos, menos al interesado, que gastaba su tiempo desaprensivamente observando con superioridad e ironía cada árbol y cada gajo que podría ser su último punto de apoyo sobre esta tierra de la que se despediría en breve. Los miraba y estudiaba minuciosamente, para desecharlos luego casi con desprecio. No sería una miserable planta con tantos defectos la que tendría el honor de cargar con su partida. De esta manera fue pasando de árbol en árbol, hasta que hubo inspeccionado todos los posibles.
De nuevo ante el juez, expresó así sus conclusiones:
-¡Señor juez! ¿Quiere que le diga la verdad? No hay ninguno que me convenza.
Murió lo mismo. Y sin haber elegido.
Tengo dos amigos. Uno de ellos ha llegado a la convicción de que debería consagrar su vida a Dios. Pero todavía no ha encontrado ninguna congregación que lo convenza. El otro cree en el amor. Pero no cree en las mujeres.
Me temo que los dos van a morir sin haber elegido.

Colaboración del lector: Mauricio Raúl Sierra Buldurini
Autor: Mamerto Menapace.
Publicado en el libro Cuentos Rodados,
Editorial Patria Grande